No soy Ismael
Al sacar la
cabeza del agua, con el cuerpo entumecido y la mente difusa, vio un monstruo
marino que se dirigía contra él. Gritó, ¡no soy Ismael! Y, como le sucedía en
esas ocasiones de hambre de aire, la oscuridad lo rodeó y empezó a vomitar.
Ella tuvo la
rapidez de acción necesaria para mover el timón a favor del movimiento del mar
y pedalear hacia atrás. En lugar de arrollar el cuerpo surgido del fondo del
mar, pasó a un metro de la cabeza. Maniobró para acercarse a él, con un ligero
temblor por el susto, y se detuvo al lado del aparecido.
—¿Estás bien?
Te llevo a la orilla.
Pero el
reducido monopatín no tenía modo de aceptar esa carga.
—No te
preocupes, no es la primera vez que me pasa, recupero el aliento haciendo el
muerto y regreso nadando.
Él era una
persona activa e independiente, de inteligencia superior a la media, con la
dosis justa de entusiasmo para levantarse silbando por las mañanas. Dos juegos
le daban ese punto por el que, aún siendo sociable y afable, carecía de relaciones
continuas y profundas. En primer lugar, no podía asomarse a un balcón sin
desear tirarse al vacío. No deseaba suicidarse: simplemente, ansiaba la
experiencia de caer y sentir esos segundos en los que la calle se precipita
hacia uno. Pero no podía jugar a eso, porque sabía que después no habría nada. Se
quedaba apoyado en la barandilla, imaginándolo, disfrutándolo. El segundo
juego, que solo practicaba en verano, consistía en nadar mar adentro hasta
estar absolutamente solo. Y bucear cada vez más hondo mientras los oídos se
habituaban a la presión: calculaba que unos 8 metros al principio del veraneo,
que aumentaban hasta 12 o 14 conforme pasaban los días. Una vez en el fondo, se
sujetaba a alguna planta marina y se quedaba allí, agotando el aire, hasta que
no lo soportaba y con un ligero impulso de los pies se dejaba ascender lentamente
hacia la superficie. En cuanto tenía la cabeza fuera del agua, tomaba una
bocanada de aire. Se sentía, al mismo tiempo, triunfante y vencido. Tardaba en
darse cuenta de la situación en la que estaba, pero la recuperación del aire se
convertía en un temblor de felicidad y placer; aunque a veces vomitara. En
cuanto recuperaba la conciencia clara y la fuerza del cuerpo, regresaba nadando
a la orilla, se tumbaba en la toalla y se sentía el ser más afortunado del
mundo.
En realidad,
era un juego contrapuesto: caer para morir y ascender para vivir. Fuera de los
juegos y del trabajo, que solo era trabajo, le gustaba leer narrativa, pasear
despacio y beber a solas en la barra de cualquier bar.
Ella era una
persona activa e independiente, de inteligencia superior a la media, con la
dosis justa de entusiasmo para levantarse silbando por las mañanas. Le gustaba
pasar gran parte del tiempo en soledad, una vez terminado el trabajo, que era
solo trabajo, moviéndose por toda la ciudad; no era fácil, porque su belleza
atraía a muchos estúpidos. Solo leía libros de filosofía, aunque no era su
profesión, y los consideraba como si fueran narrativa (las novelas aumentaba su
asco hacia la humanidad). De vez en cuando, una noche de amor con alguien a
quien no le volvería a coger el teléfono. Únicamente pedía que el mundo la
dejara en paz, salvo en los momentos en los que le apetecía entrar un rato en él.
Sentía entonces que un poco de diversión compartida le dejaba el cuerpo con una
tibieza de la que disfrutaba.
Ella y él se
reconocieron en la orilla y se saludaron con una sonrisa auténtica.
—Creo que me
has salvado la vida, al reaccionar tan rápido. Lo menos que puedo hacer es
invitarte a comer en el chiringuito.
—Tengo hambre
de loba.
Cada uno cogió
su bolsa y toalla, y se abrasaron los pies en los 60 metros de arena fina que
los separaba del restaurante. Se sentaron uno frente al otro, sin hablar,
sonriéndose con los ojos, tranquilos, fumando.
—Una paella
para cuatro. La que sea su favorita —pidió ella al camarero.
—¿Van a ser
cuatro? —preguntó.
—No lo permita
Dios. Es que la señora tiene hambre. No olvide que en la cubeta de hielo haya siempre suficiente
vino blanco muy frío del que me sirvió ayer.
Cada uno vio en
los ojos del otro chispas de aceptación y reconocimiento, que fueron aumentando
desde que brindaron con la primera copa, que según ella había que beberse de un
tirón; insistió en que lo recordara siempre que brindaran. Y cuando se dio
cuenta de que había dicho “siempre”, se estremeció. Para comer los aperitivos y
la desproporcionada paella necesitaron la ayuda de tres botellas y media de
vino; imagínate que somos cerdos, le dijo ella, siempre que puedo me gusta
comer como una cerda, aunque otras veces te pueda parecer sofisticada. La tarde
estaba ya mediada, con el sol bajando, así que siguieron tomando copas, ella
eligió vodka con limón por los dos, casi hasta el anochecer, contando cada uno
las partes más banales de su vida. También deslizaron algunas cosas que
normalmente no contaban a nadie.
Estaban en el
mismo hotel y se fueron a él juntos. Preguntaron en el bar si les podían servir
copas en la piscina, de modo que siguieron bebiendo y bañándose; a punto a
veces de ahogarse de la risa. Luego subieron cada uno a su habitación a
ducharse y cambiarse de ropa, compraron dos botellas grandes de agua fría y las
fueron bebiendo mientras paseaban por la orilla del mar, mojándose los pies.
Ella tenía una “suite”, que era más grande y con vistas al mar, por lo que decidieron
dormir juntos allí.
—Cariño, esta
noche como si fuéramos hermanitos poco incestuosos —dijo ella mientras se
desnudaba del todo echando la ropa al suelo—. Yo duermo en el lado del baño,
que con tanta agua me darán ganas de hacer pipí.
Se durmieron
enseguida, dejando un holgado espacio en medio. Pero ya dormidos, se fueron
acercando, se rozaron y la piel de cada uno aceptó la del otro, como si la
reconociera. Despertaron abrazados, con una sensación agradable. Pasaron juntos
los días de vacaciones que les quedaban, aunque él no devolvió la habitación,
donde tenía la ropa. Como siguiendo una marea dictada desde el interior, unas
noches follaban y otras bebían; con cierto salvajismo en las dos actividades.
Al volver a Madrid, sabían del otro más de lo que habían sabido nunca de nadie.
Como los dos terminaban la semana de trabajo el mediodía del viernes,
decidieron que todas las semanas comerían juntos y ya no se separarían hasta la
salida del cine de la tarde del domingo. Estaba prohibido llamarse o mandarse
correos salvo casos de emergencia
Y así vivieron
cerca de tres años enloquecidos.
Él fue
percibiendo que pasaba algo que era difícil remontar. Una noche, después de
tomar varios rusos blancos en un garito clandestino en el que se podía fumar,
cuando ella miraba al frente y seguía con la cabeza el ritmo de funk, la cogió
por el mentón con el pulgar y el índice de la mano derecha, tenía unas manos
grandes y anchas, y le volvió la cara para mirarse a los ojos.
—Amada, ¿qué
sucede?
—Querido, ¿de
verdad quieres que hablemos de nosotros como pareja, no de ti o de mí?
—Si es
necesario, prefiero no posponerlo.
—Vayamos a dar
un paseo.
Caminaron en
silencio cogidos de la mano. Se sentaron en una mesa de una terraza casi vacía
por el frío, uno al lado del otro, y hablaron hacia el frente; sin mirarse.
—¿Cuánto tiempo
hace que no deseas tirarte desde un balcón?
—Ya lo sabes.
—Es como si tú
me hubieras comido a mí y yo a ti. Hemos intercambiado costumbres. Ha llegado
el momento de decidir si crecemos de una vez, o renunciamos, lo que significa
que tendríamos que renunciar el uno al otro. Te quiero demasiado para sentir
que la vida se vuelve tibia a tu lado. Pero somos dos y si no estamos de
acuerdo tenemos tiempo para discutirlo. ¿Te sientes con ganas de crecer?
—Entiendo todo
lo que me dices, pero ni se me había pasado por la imaginación. Desde luego que
no quiero crecer.
—Una cosa en la
que sigo siendo yo misma, y lo sabes, es que prefiero sufrir mucho y rápido que
languidecer lentamente.
—Amada, hemos
vivido algo precioso, ¿verdad?
—Verdad. Pero
nos toca liberarnos. De otro modo, cuando dejáramos de ser jóvenes,
resultaríamos patéticos. Esa imagen de cuarentones pasados de rosca se me está
clavando en el corazón y me aleja de ti. No querría llegar a tenerte a mi lado
y sentir cómo me alejo más y más.
—Cuando dices
que “nos toca”, dices ahora mismo, ¿no?
—Sí. Quiero que
vuelvas a desear tirarte desde el balcón y, si te es posible, que encuentres
esta vez la salida verdadera.
Le cogió de la
mano, se la apretó, se levantó y lo dejó allí.