Rito de lágrimas
Se pasó la
noche despierto, revolviéndose en la placa sucia de gomaespuma que le servía de
colchón desde hacía veinte años. Estaba tan cansado mentalmente, tras recibir
por la cadena secreta correspondiente la información de que se había perdido la
Séptima Guerra, que esta vez decidió que ni siquiera se ocultaría
temporalmente. Se levantó cuando todavía era noche cerrada, aunque los años que
habían transcurrido desde que se apagó el alumbrado público y se desconectó la
electricidad de las casas habían convertido en nictálopes a la mayoría de la
población. Como todos los que vivían en la ciudad, era capaz de diferenciar las
distintas tramas de negrura que componían la oscuridad, de ver con mayor
nitidez que con la luz abrasadora del día, que obligaba a llevar gafas de
cristales muy oscuros.
Isidro Sanz, nombre
falso que sustituyó al nombre falso con el que operó en la Guerra Segunda y la
Tercera, con el que ahora trabajaba en una empresa falsa que era una tapadera
de infraestructura del Enemigo, y le permitía circular por la calle y tener
derecho a raciones diarias de agua, se
sentó en una silla ante la mesa de la cocina. Pensó en ir a coger una manta
para taparse, porque le sobrecogía el frío del desaliento y la incertidumbre, pero
desechó la idea y se puso a tamborilear con los dedos, meditando si sería
cierto el rumor de que la guerra había terminado. ¿Qué guerra?, pensó. Las
guerras por la distribución del agua y la comida habían sido tantas, y tan
lejanas geográficamente casi siempre, que en su memoria se solapaban y las
confundía. La información, además, no existía. Solo había propaganda oficial,
en forma de bandos pegados en los muros. La supuesta información se transmitía
en rumores desfigurados por la larga cadena de mensajería que formaban ellos
mismos; los que eran, desde siempre, el Enemigo. Cadenas de enlace
unipersonales que podían romperse en cualquier momento, dejando en la
ignorancia a grupos cada vez mayores hasta que se reenlazaban; o peor todavía:
quizás algunos nudos habían sido ocupados por infiltrados, bromistas o locos
por el dolor que cambiaban el sentido de lo poco que podía conocerse.
Creo que es
cierto que ha terminado la Séptima Guerra; quiso pensarlo así como una
obligación moral. El peligro está ahora en los próximos días, en los cuatro o
cinco próximos días, pensó.
Todos sabían,
por experiencia y retazos de recuerdos, que eran los días de la justicia rápida
y ejemplarizante, aunque solo para unos cuantos. Un pequeño espectáculo. La
gran masa seguía siendo necesaria. Bastaba ocultarse una semana para no caer.
Ni siquiera el Orden tenía voluntad para el esfuerzo de una represión
continuada que, por lo demás, le resultaría contraproducente a sus objetivos.
Cuando pensó lo
del peligro, oyó que la puerta, situada
a su espalda, se abría con una llave. Sabía que era su vecina María, que se
acercó a él y se sentó a su lado, guiada por el resplandor ligero y lejano de
la cercanía del amanecer.
—El ruido que
hiciste con la silla me alertó de que estabas en casa. Deberías ser más
cuidadoso. Dicen que ha acabado la guerra, así que pensé que te habrías
ocultado.
—Bebe un poco
de agua. Ojalá hubiera algún modo de calentarla y hacer un té. ¿Cuántos años
hace que no tomamos té ni café?
—Estás
temblando. ¿Por qué no te envuelves en una manta?
Ella misma fue
al dormitorio a buscarla y se la echó sobre los hombros. Se volvió a sentar y
le cogió la mano con las dos suyas. En el tiempo en que estuvieron así, en silencio,
empezaron a percibir el reflejo del tono rojizo del horizonte. En los años en
los que se dedicó a la acción, ese resplandor significaba el momento de
ocultarse si operaba en zona abierta, hasta que anocheciera; o de que muy
pronto podría salir a la calle, si operaba en una zona urbana. En cualquier
caso, ocultarse del peligro o predisponerse a él. Recordó varios amaneceres
reales, distanciado del dolor que le producía la memoria gracias la agradable sensación
de calidez de las manos de María.
—Cuéntamelo
otra vez, ¿cómo empezó todo? —preguntó María, quitando las manos con las que
había envuelto la de Isidro para darle calor, y apoyar en ella la cabeza.
—Cuando todo
empezó a faltar, hubo una Rebelión mundial, que fue aplastada. Se dio nombre
público a los dos grupos, el Orden y el Enemigo. Después empezaron las guerras,
en diversos lugares del mundo de los que a veces nunca habíamos oído hablar
y...
María empezó a
derramar lágrimas lentas, en un rito de purificación, mientras escuchaba la
historia. Una de las primeras noches, le
pidió que le contara un cuento, una historia, para dormir. Desde entonces, en
los peores momentos le pedía que se la volviera a contar. En una franja
estrecha del horizonte, la claridad era ya un clamor.
Como agente de
infraestructura del Enemigo, había legalizado su presencia en la ciudad hacía
20 años, cuando tenía 35. María tenía 20 entonces, vivía en el minúsculo
apartamento de al lado y tenía miedo de todo. Isidro, después de las dos
guerras, parecía un anciano y le sirvió de padre, de amante ocasional, de guía
para la supervivencia. La luz del horizonte avanzaba hacia la casa. La miró a
la cara y creyó que, con cuarenta años, María tenía el aspecto que tenían las
mujeres de sesenta años avanzados cuando él era un adolescente. Pensó que cuál
sería su propia apariencia, pues hacía años que no había mirado su propia
imagen. Pensó que el tiempo transcurre distinto en el bienestar y el malestar.
No ya que las huellas de cómo vives produzcan resultados distintos, sino que el
tiempo es distinto. El dolor alarga los segundos y es por el dolor o la
felicidad como la piel, y todo lo que se contiene bajo esta, cuenta el tiempo.
—La luz nos va
a aplastar muy pronto, María. Deberías irte a trabajar.
—Si tú no te
escondes, me quedo aquí.
Una prueba de
amor. Por primera vez le pedía una prueba de amor, cuando nunca se habían
amado. Estaba atrapado entre un pasado que María le quería falsificar y un
futuro que le fatigaba. Cuando es el futuro lo que cansa, hay que saber decir
que ya basta, pensó. Y besó a María.