“Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”. Proverbio chino.

NO PODEMOS RESOLVER PROBLEMAS PENSANDO COMO CUANDO LOS CREAMOS. Albert Einstein

“Si a alguien le indigna más ver un contenedor ardiendo que una persona comiendo de él, tiene que revisar sus valores”

Sobre los poderes de siempre y los emergentes: "“No nos parece mal que nos muerda un lobo, pero a todo el mundo le saca de quicio que le muerda una oveja". Ulises de Joyce, Cap. 16




viernes, 25 de abril de 2014

El miedo abre caminos. Relato bremenauta


El miedo abre caminos




Después de la comida, me dejaron que me fuera por ahí a condición de que me llevara el perro. Los mayores seguían siendo gente de otra especie, inexplicables. Que lo que más quería hacer fuera una condición afianzaba esa separación absoluta que había entre ellos y yo. Era como si habláramos dos lenguas distintas, referidas cada una a mundos diferentes.
Esto lo puedo decir ahora, que han pasado tantos años que soy mayor y la infancia es una cápsula épica que recorre el cerebro sin dejarse penetrar. Aquello sucedió entre mis 7 y mis 11 años. Mi madrina tenía un valle entre dos montañas altas. Comenzaba al salir de un pueblo y terminaba donde las montañas se juntaban al fondo, con la forma de un imán.. La casa, la única que había entonces, estaba a unos dos tercios del pueblo. Más arriba, aproximadamente a kilómetro y medio, estaba el corral de ovejas, que pastoreaba Juan. Tendría 16 años cuando yo tenía siete, por lo que era uno de los “otros”, un gigante viejo.  Por la tarde, regresaba de pastorearlas, las metía en el corral y las ordeñaba. Después volvía a la casa, pues era el hijo único de Zósimo, el mediero que cuidaba las tierras a cambio de la mitad de todo lo que produjeran.
Esa tarde, como de costumbre, el perro y yo corrimos hacia arriba por el camino del corral y al poco giramos a la derecha, donde estaba la parte más desigual del terreno. Al perro le gustaba lo mismo que a mí. Era como un niño, mi único compañero de juegos. A veces olía algo y salía disparado, pero a unos 50 metros se paraba y volvía conmigo. Cansado de correr, me tumbaba en el suelo, al sol, y él se echaba y ponía la cabeza sobre mi pecho. Le pasaba un brazo por el cuello y nos quedábamos dormidos. Si olía o escuchaba algo, se levantaba y salía como un tiro, pero volvía enseguida y ocupaba la misma posición. Yo necesitaba esas siestas porque por la noche dormía poco por causa del miedo. Los dos disfrutábamos de la libertad. El mundo era nuestro.
Cuando el sol empezó a bajar escuchamos los ladridos de los perros del pastor. Se puso en tensión, mirando hacia allí, y le hice una señal con la cabeza para que fuera a ver a sus amigos. En nada de tiempo oí los ladridos alegres del encuentro y poco después regresó sediento de las dos carreras. Volvimos a la casa; él bebió agua y a mí me fregotearon y me cambiaron de ropa para la cena.

La puerta al exterior seguía abierta hasta que cerraba la noche y empezaba a hacer frío, aunque fuese casi verano. En la planta baja, que me producía una sensación de enormidad, a un lado había una chimenea ancha y profunda donde se cocinaba, una mesa muy larga al otro extremo, con manteles de hule. Después de haber cenado, por turnos, se cerraba la puerta y nos sentábamos en semicírculo. Los mayores contaban historias de miedo. Muchas de ellas del Garrampón, que era el fantasma del valle.
La noche me producía una agonía dulce, un nerviosismo que apreciaba por la intensidad de las sensaciones. Me estremecía con las historias sobre el Garrampón, del que nadie conocía la forma exacta porque era muy veloz en sus ataques: pues anoche estuvo por aquí, contaba alguien, porque una oveja que se había perdido apareció muerta por la mañana; le habían mordido el cuello y le habían bebido la sangre. Frases así me producían un miedo agradable, la sensación de un mal que te acecha pone todo tu cuerpo en un estado de alerta eufórica.
En algún momento, las señoras  mayores empezaban a subir a sus habitaciones, con una vela encendida. Todas las habitaciones estaban en la primera planta y en la casa no había electricidad. Si estaba mi madre, subía cuando lo hacía ella; si no, cuando me lo decía la madrina. Me encendían una vela y subía hasta mi habitación. Alguien, previsor, había dejado dos velas nuevas y una cajita de mixtos en mi mesilla de noche.
Mi habitación era la biblioteca, con una cama turca pequeña que se adecuaba a mi tamaño. Por tres de los lados, la librería amontonaba libros, pero en la repisa superior se asentaba todo tipo de aves y pájaros disecados, cazados en el valle. Un águila pequeña, con las alas extendidas, ocupaba casi todo el lateral derecho, acompañada de búhos y lechuzas. En los otros dos laterales, aves más pequeños y muchos pájaros sujetados en ramas secas. No se debe mirar a los ojos de las aves disecadas, contienen y transmiten maldad. A veces lo hacía durante el día, pero me arrepentía por la noche, a la luz de una vela, porque el recuerdo me obligaba a volver a mirarlos.
Sentía un terror sin recompensa, a diferencia de la emoción que me producía oír historias de fantasmas rodeado por los demás, a la luz viva de la chimenea. Sabía cuántos habían quedado abajo, hasta me llegaban sus voces, lo que me producía un sentimiento de compañía. Pero poco a poco iban subiendo y a poco de hacerlo el último los imaginaba a todos dormidos. Si las aves y los pájaros me atacaran, nadie llegaría a tiempo de salvarme.
La madrina me había señalado una pequeña estantería, que era la de sus hijos, ya mayores. Tenía tomos encuadernados de tebeos tan antiguos que ya no se vendían en los quioscos. En varios viajes, a lo largo de unos dos años, ya me los había leído varias veces, porque amortiguaban el miedo, pero no del todo: constantemente notaba que algo se había movido y miraba por encima del tomo. Una noche me fijé en la segunda y tercera repisa, con libros para jóvenes, una colección de clásicos encuadernados con dibujos de oro y una estampa pegada en el centro de la portada. En el interior, tenían muchas estampas de colores, pegadas.
Empecé por el lado izquierdo, con La Ilíada y luego fui leyendo decenas de ellos. Lo que contaban me interesaba tanto que dejé de mirar el movimiento de las aves por encima del libro. Seguía durmiéndome al amanecer, o un poco antes, pero lo hacía por lo que me gustaban las historias de los libros, no por miedo. Este desapareció de mi vida para siempre; si alguna vez tenía esa sensación, por otros motivos, la curiosidad enfermiza por las historias escritas lo hacía desaparecer.

Antes de cumplir los 12 años, dejamos de ir al valle. No me preocupé el motivo, porque no me interesaban las razones por las que los mayores hacían o dejaban de hacer las cosas. Bastante tenía con buscar libros en una época en la que no era fácil encontrarlos.

sábado, 12 de abril de 2014

Cristalera a la plaza soleada. Relato bremenauta

Hay horas tranquilas en la jornada. Apoyada en la barra, veo la plaza y a las gentes del barrio, que caminan rápido por la acera ancha y circular, o pasean por la plaza. Ahora podría salir a fumar un cigarrillo, apoyada en la pared de cara al sol, pero estoy viendo a la vieja Marisa con su perrilla, desaseadas las dos. Me da pena, porque cuando empecé a trabajar aquí, en este bar de barrio, la vieja iba arreglada y venía dos veces al día; a desayunar y a merendar. Después, solo a merendar. Y más tarde, dejó de venir. La veía pasear a la perrilla por la plaza, cada vez más desaseada ella; la perrilla, más sucia, envejeciendo mucho más rápido que su ama. Ahora ya ni se agacha a recoger las cacas, ella que siempre fue tan ordenada y cívica; y limpia, que con el plastiquito verde le aseaba el culito a la perrilla. Marisa se mueve lentamente, con esfuerzo, produciendo en los que la vemos una sensación de descoordinación. Pasó por una época en la que todavía lo intentaba, pero cada vez le era más difícil acercarse al suelo. Qué miedo me daba. Hasta rezaba para que dejara de intentarlo, yo que nunca he rezado. Ahora imagino que también a ella se le escapará un poco de caquita en la casa; que ésta olerá a caquitas de mujer vieja y perrilla viejísima. La perrilla me da repugnancia; Marisa me da pena. ¿Qué le habrá pasado? ¿Tendría unos ahorrillos con los que completaba la pensión? Se terminaron. Los dos únicos lujos que se podía permitir en esta vida, un descafeinado con leche y una tostada con mucha mermelada y mantequilla, ya no están a su alcance. Es una mujer vieja, sin recursos. Está sola.

Una mujer vieja, sola y pobre es casi lo peor que se puede ser en el mundo.

Ahora que han desaparecido, salgo a fumar el cigarrillo y me digo que yo también soy una mujer sola, con pocos recursos. Solo me falta ser vieja. Trabajo de 8 a 8 todos los días, de lunes a sábado, por 750 euros al mes. Ahorro, porque en el suelo está el desayuno y la comida. Por mi cuenta, añadí la cena, diciendo que tomaba de lo que sobraba, pero Manolo, aunque no se opuso, me la hace pagar con más trabajo. Todos los días, cuando le digo que he terminado y voy a cenar algo, me dice que primero acabe esto o aquello, media hora más. Eso sí, me lo pide “por favor”, la única vez en todo el día que me lo pide así en lugar de gruñir las órdenes. De la hipoteca del pisito pago 350 al mes, más luz, teléfono. No queda mucho para ahorrar.
Y eso que procuro forzar las propinas. Tengo unos ojos bonitos y buenas tetas. Manolo me dice siempre que me abra otro botón de la camisa, que eso “anima” a los clientes, pero solo lo hago cuando por la tarde hay hombres bebiendo. Siempre dejan las moneditas sobrantes; a veces un euro. Es lo que uso para comprar ropa; barata, eso sí, pero es lo único que me hace ilusión. Ropa nueva y artículos de embellecimiento.
Además de unas buenas tetas, tengo unas piernas algo gordas, que los hombres también miran con deseo. A mí me gustaría que fueran delgadas, como las de las chicas de la tele, pero es lo que hay en las chicas campesinas de los países eslavos. Allí, te querían follar y casarse contigo, para volver a medianoche, borrachos, y que te levantaras de la cama a cocinar algo. Aquí te quieren follar, después de haberte invitado a cenar en un restaurante que no es mucho mejor que el Bar Manolo. Pero es mejor que ver la televisión un sábado por la noche, sola.
 Estar de pie en la barra, o trajinando en la cocina, me estropea la circulación de las piernas, me duelen mucho. Antes tomaba un ibuprofeno a media tarde, pero ahora tomo otro por la mañana. Si sigo con este trabajo, y no sé que otra cosa pueda hacer, terminaré tomándolos de dos en dos. Qué miedo me da perder el trabajo, que Manolo, aunque más joven que yo, cierre. Por lo que me cuentan otras amigas, que también son camareras, ahora te pagan menos y una parte en sobre, así que la pensión será de miseria.
Me acabará pasando como a Marisa. Es el miedo a la vejez de una mujer sola. Pero no tendré perrilla, porque me dan asco. Aunque quién sabe, la soledad es tan mala si va unida a la pobreza.

Recordaré con nostalgia la plaza soleada vista por el cristal.